Inauguro una serie de post dedicados a los trasfondos de warhammer fantasy que he creado y que algunos colegas warhammeros han creado y enviado por mail a nuestro recien acabado torneo, el 4º, que se realizó el domingo 11 de mayo.
EL ENEMIGO INTERIOR
Sea ésta una noble contemplación que fortalezca la mente para el deber, aliente el espíritu para la adoración, y estabilice la mano para la batalla, y también que advierta al incauto contra el descuido de la vigilia o la piedad. Así declamó fray Albus Dominus de Wolfenburgo, sacerdote de Sigmar, hoy tricentésimo día del año 2520, ante una gran congregación de buenas gentes en el gran templo de la ciudad, y transcrito como perfecto testimonio por R. Josephus, rubricante. Encomiéndome, oh Señor, a su Majestad Imperial Karl Franz, azote de los paganos, en la gracia eterna de Sigmar, por los siglos de los siglos.
Acercaos y escuchadme, ya seáis labradores o guerreros, de alta o baja alcurnia. Atendedme. Estas palabras son para vosotros, pues ¿no sois todos hombres nacidos del Imperio?
Veo que asentís. Sí, escuchad, pues, y reflexionad. Ser un hombre nacido del Imperio es ser una pequeña parte de un todo mayor, y para desempeñar esa parte, uno debe saber cuál es su sitio en el engranaje del mundo.
¡El primer deber de un hombre es regocijarse, pues el Imperio es la gloria en la tierra!
¡Es la luz que expulsa la oscuridad exterior! ¡Nunca antes, desde el principio de los tiempos, había creado el hombre tan insigne y civilizado patrimonio sobre la faz del mundo!
Para el hombre vulgar, esto es algo que debe saber, aun cuando no sea capaz de verlo. Hasta el mismísimo y santo Emperador, desde las más elevadas almenas de su palacio, incluso desde la más encumbrada torre de Middenheim, es incapaz de ver los confines de sus dominios en su totalidad. Se dice que un hombre, incluso con una buena montura, habría de cabalgar durante todo un semestre de su vida para cruzar el Imperio de un margen a otro. ¿Y cuántos hombres, de baja y común ralea, nunca se aventuran más allá de los límites de sus aldeas, o los linderos de su parroquia? Tales hombres no saben nada del todo mayor, salvo lo que oyen de viajeros y eruditos; tales hombres nunca contemplarán un edificio más esplendoroso que el edificio de su gremio en su propia ciudad, ni una torre más inmensa que el chapitel de la iglesia de su humilde pueblo.
No obstante, como los pensadores de la antigüedad nos han enseñado, sólo porque no veamos algo no significa que no esté ahí. No vemos al radiante sol por la noche, mas sabemos que duerme a salvo en su cavidad bajo la tierra. No vemos al todopoderoso Sigmar, mas no cabe duda de que siempre nos protege.
Así sucede con el Imperio. Estamos rodeados por su vasto dominio, en el que hay montañas y páramos, forestas y pastos, ríos y valles, y muchos pueblos y grandes ciudades, pobladas así por la plebe como por la nobleza. Pero nunca lo vemos en su totalidad.
Para imaginarlo en su totalidad, imagina esto en su parte. En la hermosa Altdorf, en las resplandecientes estancias del palacio más real de todos, existe una cámara de la más extraordinaria belleza. Los pilares de sus muros están envueltos en láminas de oro, y los grandes ventanales dan al mismo río Reik, una vista espléndida. Sobre los muros cuelgan multitud de tapices en los que hay hilvanadas escenas de cacerías y batidas, de guerra y victoria, de Lord Sigmar y los Unberogen. ¡Maravillas para la contemplación! Pero es el suelo lo que más cautiva la mirada.
Sobre su amplia superficie hay incrustado, por medio de hermosa artesanía, un mosaico de madera esmaltada y metales pulidos, que conforman con detalle un mapamundi, una carta geográfica de este mundo que es el Imperio. Pocos hombres han tenido el privilegio de ver este mapamundi, pero sólo porque no veamos algo no significa que no esté ahí.
Yo lo he visto. Lo he visto encendido con velas. Tal cosa es…espléndida.
Los límites del Gran Mapa están hechos de madera satinada e hilos de plata, que muestran los límites helados de nuestros dominios. Casi intacto, un majestuoso círculo de montañas rodea al Imperio, como el elevado borde de un enorme cáliz. Dentro de ese cáliz descansa la preciada sangre vital del Imperio y toda su riqueza.
Segmentos de cal y madera de palo de rosa se entrelazan con bruñidos paneles de cobre verde para representar el alcance de las once provincias, y unos florones de roble y arce, liados con hilos de oro, marcan los emplazamientos de las grandes ciudades estado. Cada pueblo o ciudad próspera es un botón plano de marfil. La red de ríos y sus afluentes se perfilan con barras de perla y bucles de acero hilado. Los lagos son trocitos de espejos. Los inmensos bosques del reino, como galones plegados de ébano, salpican todo el suelo como el pelaje de una yegua pinta.
¡Tanta artesanía es digna de admiración! Aquí está Nordland, de cara al mar. Aquí, si os fijáis, está Ostland, y también Hochland, rodeada de bosques, a través de las abigarradas moles de las Montañas Centrales. Hacia el este, Ostermark, que protege la frontera del norte contra la fría usurpación de Kislev; ahí la rural Stirland y el territorio de la Asamblea, tras las cuales se elevan las Montañas del Fin del Mundo. Hacia el sur, Averland y Wissenland, cercadas por el este por las Montañas Negras y hacia el oeste por la antigua región boscosa conocida como Loren. Y ahí están Talabecland, Middenland y Reikland.
Mirad más de cerca las orgullosas ciudades: Nuln, rebosante de acre pólvora negra, la fundición del Imperio; Talabheim, el Ojo del Bosque, cuyas impenetrables murallas protegen sus pasturajes de los bosques exteriores; Middenheim, la ciudad del Lobo Blanco, un escarpado baluarte que se alza sobre el resto del mundo; y Altdorf, la real Altdorf, la joya del Imperio. Y aquí está Wolfenburgo, nuestra propia y bella ciudad, guardiana impenitente de los límites de Ostland.
¡Maravillaos ante él! ¡Regocijaos ante éste, el Imperio del hombre! Imaginad de nuevo esa bella cámara, imaginadla en una hermosa noche de verano, tal y como fue en la ocasión en que yo la presencié. Aparecen unos sirvientes, vestidos con elegantes libreas. Portan llameantes cirios en candeleros de oro (¡uno!, ¡dos!, ¡una docena!, ¡más aún!), y los colocan sobre el Gran Mapa para señalar las poderosas ciudades y ciudades estado. También pequeñas velas, igualmente encendidas, traídas por más sirvientes y dispuestas sobre la marca de cada pueblo y burgo notorio. ¡Qué visión!: Con los últimos rayos de sol entrando por los ventanales, el Gran Mapa se ilumina con miles de puntos de luz, ¡una constelación que perfila con centelleante gloria la inmensidad de nuestros dominios!
Así es que puede regocijarse el hombre.
Pero ahora atendedme. Si la primera obligación del hombre es regocijarse, la segunda es precaverse. Pues con todo el dorado esplendor del Imperio, con todo su valor y saber y
monumentos de piedra, se opone a él un gran y perpetuo peligro: enemigos más numerosos que todos los árboles del bosque.
Se ocultan en la oscuridad; en la oscuridad helada más allá de las paredes montañosas, la oscuridad sombría de los frondosos bosques, la oscuridad sepulcral de los pozos subterráneos. Acechan en ruinas, en lugares desiertos, en la alta hierba de los campos olvidados, en las crujientes y verdosas sombras de arboledas abandonadas. Se escabullen por catacumbas resecas, arañan bajo el sílex y el granito de las solitarias colinas, embrujan las destartaladas ruinas de aldeas abandonadas por el hombre hace mucho. Incluso acechan en nuestros sueños. Y, al caer la noche, cantan lamentos fúnebres con los chotacabras y obran contra nosotros; curiosos, avariciosos, salvajes, voraces, hambrientos.
Los enemigos son más viejos que nosotros, más aún que las tribus de las que provenimos los hombres del Imperio. ¡Movidos únicamente por el clarín y grito de guerra «¡Matadlos a todos!», incendiarán el mundo, nos traerán la perdición y portarán nuestras cabezas en picas!
¡Tembláis y os estremecéis! ¡Hacéis bien! ¡Nos tomarían como trofeos de guerra, derribarían nuestras murallas y quemarían nuestros cultivos! ¡Nuestras mujeres, nuestros niños, ninguno estaría a salvo de la atroz carnicería!
Así pues, debemos vigilar sus primeros movimientos, y afilar nuestras hojas. Apostar centinelas en las murallas. Cerrar las puertas al caer la noche. Escuchar el susurro del viento y los sonidos que puede traer. Desconfiar de la oscuridad, de las roedoras ratas, e incluso del vecino de comportamiento extraño. El enemigo adopta todo tipo de formas y apariencias.
Algunos son bestias, otros pertenecen a tribus salvajes y bárbaras, y aún otros son alimañas que moran dentro de nuestros propios muros. La mayoría no saben nada de nuestros orgullosos y justos dioses, o si lo hacen, creen que son sólo cosas brillantes a las que ansían derribar y pisotear. Poseen sus propios espíritus, deidades y demonios salvajes a los que veneran con gozosa lujuria y cuyos tributos están hechos de sangre. ¡En el nombre de Sigmar, renunciamos a tan perjuros espíritus!
¿Qué enemigos?, murmuras. Yo trabajo en mi oficio, pago mi diezmo y duermo profundamente, y no he visto a los de su especie. ¿No es así? ¿Sí? ¡Cuidado! Sólo porque no los veamos no significa que no estén ahí.
Pensad en su obra. Existen lugares desolados en el Imperio, fuera del camino del hombre, en los que hay ciertas ruinas expuestas a los elementos. Yo mismo he visto algunas de estas edificaciones, y puedo atestiguarlo. El tiempo y el clima los han erosionado hasta dejarlos lisos, pero aún es posible distinguir que esas ruinas no fueron construidas por manos humanas. Son obra de otras especies, otras razas que habitaban estas tierras mucho antes de la ascensión de los Unberogen. Podemos suponer que son reliquias de las razas moribundas; los halflings, los indómitos enanos a los que a veces consideramos nuestros aliados, tal vez incluso los Esbeltos, que perviven en los senderos de los bosques antiguos.
Sea cual fuere la identidad de sus creadores, ahora no son más que ruinas. Frías y muertas. Pero nos revelan una fuerza descomunal y una defensa formidable. Baluartes indomables, elevadas torres, terraplenes de fortificación, murallas de protección.
Mas ninguno sigue en pie. Con toda su fuerza, y fueron doblegados en el principio de los tiempos, cayeron pasto de las llamas, y fueron saqueados. Ni siquiera ellos pudieron resistir la salvaje arremetida de los enemigos oscuros. ¡Ni siquiera ellos pudieron resistir!
Pero nosotros debemos hacerlo. Esto os digo con toda la fuerza de mi corazón. Debemos ser precavidos en todo momento, y estar listos, granjeros campesinos y caballeros armados por igual, para luchar por Sigmar, por el Emperador.
El Imperio ha prevalecido durante veinticinco siglos. Ha rechazado a los brutales pieles verdes de las montañas, a las hordas tribales del norte, incluso las incursiones de los blasfemos Dioses Oscuros. ¡De todos y cada uno de los hombres que se consideran hijos suyos depende que el Imperio pueda resistir otros veinticinco siglos! ¡De ti, de ti y de ti!
¡Regocijaos, mas precaved! ¡Regocijaos, mas precaved! Este es el equilibrio que todo hombre debe recordar. Imaginad de nuevo el Imperio, el glorioso mapa, iluminado por un millar de velas. Múltiples son sus logros, grande es su poder. Ninguna hazaña de la humanidad merece mayor protección y salvaguarda.
Pero ahora la luz vespertina se desvanece, y cae la noche cerrada fuera de los ventanales. En la espléndida cámara se congregan las sombras, más intensas, más oscuras, hasta que ya no se puede ver el mapa. Sólo las llamas de las velas arden, un millar de furiosas pero frágiles luces en la oscuridad. ¡Cuan pequeñas parecen ahora, cuan alejadas las unas de las otras! ¡Cuántas zonas oscuras separan cada llama de las demás!
Y en la oscuridad, no podemos ver. Pero sólo porque no veamos, no significa que no haya nada ahí.
El viento nocturno se arremolina fuera de los ventanales. ¡Cerradlos, rápido, antes de que sea demasiado tarde! Las llamas dispersas titilan desesperadas en la negrura. Una tras otra, chisporrotean y mueren.
Cuan veloces se apagan. Cuan fácilmente se extingue su luz.
Cuan absoluta es la oscuridad que queda después.
Id de este lugar. Alabad a Sigmar, y continuad con vuestras vidas. Buhoneros, alcaldes, leñadores, soldados, taberneros, cocheros, cereros, amas de casa… volved a vuestras variadas profesiones y prosperad. Pero observad los días sagrados y las festividades, atrancad las puertas de noche, afilad el filo de vuestras armas y, en el nombre de Sigmar, cuidaos contra la oscuridad. Y recordad siempre, que el peor enemigo es el enemigo interior, el vecino que se comporta extrañamente, el cultista y adorador de los dioses oscuros, el mutante, el que no sea un buen devoto de Sigmar. Recelad de los impíos Condes vampiros de la maldita Silvanya, sita en la rural Stirland; de los bárbaros del norte, devotos del Caos; de los orcos y goblins, que provenientes del Este libran una eterna batalla contra nuestros aliados los enanos de las montañas; de los ogros come hombres, del lejano oriente; de los muertos andantes de la lejana y antiquísima región de Arabia; de las bestias del bosque; de los Elfos de más allá del mar y, finalmente de nuestros vecinos bretones, codiciosos de las grandes riquezas de nuestro querido y amado imperio. Y recordad, sólo porque no lo veamos, no significa que no esté ahí.
Regocijaos y sed precavidos.
Autor: Luis Urra Armañanzas. Marzo de 2008
¬¬ ¿Por qué será q
Er… maldito mousepad del portátil…
Quise decir.
¬¬ ¿Por qué será que me recuerda éste texto a una campaña del WHF RPG?
errrrrrrrrrrr, si, ejem, es bastante muy parecido a un discurso que sale en el manual de el juego de rol de warhammer, última edición, del que todavía no he dirigido ninguna partida por falta de jugadores, los dioses del caos me tienen ojeriza o algo así.
los otros trasfondos son auténticos y no copio pegos, certifico.
Emmet says : I absolutely agree with this !